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No quiere… ¿será que no puede?

puede

Viernes al mediodía. Estás trabajando a toda máquina para cerrar la semana de forma exitosa, cumpliendo con todos los compromisos que asumiste. Es que estás en un momento crucial del año, cuando se “cocinan” los proyectos más importantes de tu industria.

De repente, te llega un mensaje con una oportunidad inesperada. Un maná caído del cielo que, si lo aprovechás, te facilitará la vida durante una buena cantidad de meses. “La ley de Muphy”, pensás. Justo cuando estás tapado de trabajo, te aparece una de esas oportunidades únicas pero que requieren de tu atención urgente. ¿Qué haces?

Recurrís a la única persona que, creés, te puede salvar: tu compañero de equipo.

“Escuchame… mirá lo que nos acaba de llegar. ¿Te acordás del cliente X? Sí, ese que desde hace años nos ignora. Bueno, se le acaba de caer el proveedor que iba a prestarle el servicio y nos está suplicando que le saquemos las papas del fuego. Pero lo necesita ahora y yo estoy que exploto de trabajo. ¿Te encargás? Es pan comido…”

Y tu colega, dubitativo pero abrumado por tu entusiasmo, no sabe cómo decirte que no.

Pan comido… ¿para quién?

Ya es última hora del viernes y, después de una tarde de inmolación laboral, apagás tu computadora para sumergirte en un merecido descanso. Pero, antes de retirarte, decidís hacerle una visita a tu colega, ese que iba a darle el tiro de gracia a ese proyecto caído del cielo, para que te cuente si concretarlo fue fácil, muy fácil o un juego de niños.

Y, efectivamente, tu colega te confirma que se encargó de todo y envió la propuesta por mail.

“¡Qué bueno!” celebrás. “¿Incluiste todo lo que hablaron con el cliente?”

“Es que… no hablamos… ni se me ocurrió llamarlo”, te responde, al tiempo que tu sangre se acerca aceleradamente a su punto de ebullición.

Recurriendo a toda tu educación y buenos modales, tragás saliva (y junto con ella, todo lo que te gustaría decirle), hacés una mueca que intenta parecerse a una sonrisa y decís (esperás) que seguro todo va a estar bien, que el cliente se había entregado a sí mismo como un corderito y que, seguro, terminará por contratarlos.

La versión bonita de la historia termina acá. Pero vos y yo sabemos que todavía le falta una parte: el momento en que le contás a tu pareja cómo te fue en el trabajo.

Arrancás suavecito: “¿Podés creer lo que hizo este tarado? Le di un negocio servido en bandeja, la dejé la pelota a un metro del arco, sin arquero, y el tipo está por tirar la pelota a la tribuna. ¿Cómo no se le ocurrió llamar al cliente para validar su necesidad?”

Y la rematás con una conclusión lapidaria, mientras te empieza a salir espuma por la boca: “¿Sabés qué? Esto me lo hizo a propósito. No le importó ni medio. Total, si a él le da todo lo mismo. Lo único que le interesa es el sueldito que cobra a fin de mes. ¡Es un mediocre!”.

No estés tan seguro…

Solemos proyectar que los demás actuarían igual que como lo haríamos nosotros. Asumimos, erróneamente, que lo que nos resulta obvio, lo será también para los otros. Y cuando la realidad nos demuestra lo contrario, cerramos la brecha que la separa de nuestras expectativas con una frase categórica: no quiso hacerlo de otra forma.

No poder no es no querer

La confianza es una emoción que está basada, principalmente, en dos juicios u opiniones:

  • El juicio de sinceridad: que el otro quiere hacer lo que dice que va a hacer.
  • El juicio de competencia: que el otro sabe hacer lo que dice que va a hacer.

Y, si bien necesitamos de las dos para confiar en alguien, incluidos nosotros mismos, cuando las cosas se salen de su cauce, nos gusta poner la carga de la prueba sobre la sinceridad. ¡No quiso!

Pero la realidad es que, muchas veces, las personas, aunque queremos, no podemos. Cuando le pido a alguien que actúe de un modo que para mí sería obvio y natural, pero termina haciéndolo de otra manera, necesitamos conservar una duda razonable. ¿Y si no es capaz de hacerlo como lo haría yo?

Abordar ciertos temas, enfrentar a un cliente, poner límites… la lista puede ser interminable. Las personas no solo tenemos rasgos distintos, también tenemos capacidades diferentes. Que se pueden desarrollar, claro. Pero, mientras no lo hagamos, carecemos de ellas.

La próxima vez que un colega, un familiar, tu pareja o cualquier otra persona haga algo que no esperabas, no pienses de forma automática que no quiso hacerlo de otra manera. No atribuyas a sus actos una mala intención. Probablemente, no haya sabido hacerlo de otra forma.

¿Por qué te conviene actuar así? ¿Para ir por la vida como un ingenuo? ¡No! Porque, a la hora de iniciar una conversación de mejora, es mucho más fácil y constructivo hacerlo desde un sentimiento de compasión que desde uno de resentimiento. Tiene sentido, ¿no?

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