El fútbol me encanta. Como a muchos, me apasiona. Pero no todo lo que a uno le gusta está libre de defectos. Y esta no es la excepción: porque si bien es un deporte hermoso, carga con la cualidad de ser, quizás, el deporte más exitista del mundo.
El fútbol no solo genera violencia, también mueve mucho dinero y eso saca a relucir muchas de las peores miserias en aquellas personas particularmente miserables.
Y este exitismo desmedido muestra su peor cara cuando la pelota pega en el palo y sale. También cuando pega en el palo y entra pero como, generalmente, a eso sigue un tsunami de felicidad, sus consecuencias no terminan siendo demasiado graves.
El gol, una espada de Damocles contemporánea
¿Oíste alguna vez la expresión “la espada de Damocles”? Se trata de una frase que proviene de una antigua leyenda griega y representa el peligro constante o la amenaza inminente que acompaña a una situación, en apariencia, afortunada o privilegiada. Bueno, en la actualidad, nada se asemeja más a eso que ser director técnico (entrenador o manager, en algunos países) de un equipo de fútbol.
Cuando uno observa el fútbol profesional, especialmente en las grandes ligas, parecería que ser entrenador es el cargo más privilegiado del mundo: ganás mucho dinero, podés dedicarte todos los días a trabajar alrededor de tu deporte favorito, pasás mucho tiempo al aire libre… y, si te va bien, serás recordado y venerado por la eternidad (hay hasta quienes tienen estatuas y bustos en su honor en aquellos clubes donde tuvieron éxito).
Pero ser director técnico tiene un costado muy, pero muy ingrato: a veces, tu equipo lo hace todo bien… controla el partido, domina a su rival, genera infinidad de situaciones de gol pero, ya sea por impericia de los jugadores o por simple azar, la pelota no entra. Incluso, en el caso más inverosímil de todos, la pelota va destinada a transformarse en gol pero… pega en el palo y sale hacia afuera. ¿Y qué sucede cuando el árbitro da el silbatazo final y el partido termina sin haberse alcanzado el resultado deseado? El director técnico es cesanteado de su cargo “por malos resultados”.
Humano vs. animal
Es imposible comprender que un profesional que ha desempeñado bien sus funciones sea despedido por los caprichos de una pelota. Si el disparo hubiese tenido una mínima variación en su ángulo, seguramente, la pelota hubiera entrado luego de pegar en palo. Pero como no sucedió, el entrenador debe pagar los platos rotos. Ridículo desde cualquier perspectiva racional. ¡Aja! Pero el problema es que las personas somos mucho menos racionales y pensantes que lo que nos gustaría creer y muchas de nuestras conductas estás guiadas por nuestras emociones, por nuestro lado más animal.
Así es que los dirigentes de los clubes, incapaces de sobrellevar emocionalmente el enfado de los hinchas, deciden hacer saltar el fusible más sencillo y rápido de todos: “El DT abandona su cargo con efecto inmediato. Agradecemos su profesionalismo y le deseamos la mayor de las suertes en el futuro”. Y con este chivo expiatorio, tiran por la borda todo lo bueno que se haya podido construir durante su gestión y todo lo que hubiese sido destacado como de un gran virtuosismo, si solo la pelota hubiera entrado al arco.
¿Libre de culpa? Tirá la primera piedra
¡Qué básicos que son los dirigentes de fútbol! ¡No pueden ver más allá de sus narices! ¡Cómo no valoran la excelente gestión que se hizo y despiden al director técnico por un mal resultado!
Los juicios están a la orden del día cuando hablamos de los demás, sentados desde el sillón de nuestro living. ¿Pero qué hay de cuando nuestra propia “pelota” pega en el palo y sale? ¿Cómo nos juzgamos a nosotros mismos cuando hacemos todo lo que pudimos para alcanzar nuestros objetivos y las cosas, simplemente, no se dan como esperábamos? ¿Valoramos el proceso o nos quedamos masticando bronca por el pobre resultado que obtuvimos? A lo largo de mi trayectoria como coach he visto a demasiadas personas en esta situación como para sentirme con la confianza de asegurar que, la mayoría de las veces, es el resultado el que condiciona nuestro bienestar y nuestras decisiones futuras.
¿Y qué hay de todo lo bueno que hicimos en el camino? ¿Y qué hay de los aprendizajes para el futuro? ¿Y qué hay del orgullo de haberlo intentado? Bien, gracias. Que queden para una frasecita inspiradora en redes sociales porque, en lo que a mí respecta, mi vida se acaba de transformar en un fracaso.
Creo que no hace falta que diga lo injusto que encuentro este tipo de razonamientos. Injusto para con uno mismo, claro. Porque si hay algo seguro es que, en cualquier orden de la vida, hay cosas que dependen de nosotros y cosas que no. Y el alcanzar el éxito en nuestros proyectos y deseos requiere que ambas cosas se encuentren entre sí: que mi gestión haya sido buena y que aquellas cosas que no controlo se manifiesten a mi favor.
Te pongo un ejemplo tristemente familiar para los argentinos durante las últimas dos décadas: te proponés comprarte un auto. Para eso trabajás duro, cuidás cada peso que ganás, vas ahorrando de a poco. Y cuando creés que estás por lograrlo, el gobierno de turno lleva a cabo una tremenda devaluación de la moneda, lo que te aleja varios casilleros de tu ansiado vehículo. ¿Fallaste vos? Pareciera que no. Pero por dentro te decís cosas como: “a esta altura del partido, esperaba poder tener mi propio auto. ¡Qué mal que me va en la vida! ¡Soy un fracasado!”. Bueno, no es muy distinto a culpar de todo al entrenador.
No necesitás que te lo diga: a veces, al igual que el fútbol, la vida no es justa. Todo el tiempo suceden cosas contrarias a nuestra voluntad. Pero si no perdemos de vista nuestros aciertos y hacemos lo necesario para alcanzar nuestros objetivos, más pronto que tarde terminaremos por concretarlos. Con más esfuerzo de lo previsto, tal vez, y con la cuota de suerte necesaria para que, cuando la pelota pegue en el palo, entre en vez de salir.