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La ley del ex

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Ley del ex

Inexorable norma por la que un futbolista marca un gol cuando enfrenta a un equipo al que perteneció.

¿Cuántas veces te tocó saborear el amargo trago de que te haga un gol un futbolista al que, en otros tiempos, alentaste, veneraste y cobijaste como a uno de los tuyos? Dice el refrán que “no hay peor cuña que la del mismo palo”.

Es que es así: que te meta un gol alguien que vistió tus colores, que defendió tu camiseta, simplemente duele más. Como si, en algún rincón de nuestro romántico inconsciente, creyéramos que el futbolista en cuestión debería conservar algún resabio de gratitud por todos los cuidados y oportunidades que recibió al haber tenido “el honor” de jugar para el equipo de nuestro corazón. ¡Qué lindo que es el fulbo! Nos hace perder toda conexión con la razón.

La ley del ex es una de las máximas futboleras más conocidas y universalmente aceptadas. Y como el fútbol es una hermosa metáfora de la vida, veamos qué tiene que ver con nosotros y con nuestro bienestar.

Cuando no cuidás lo que tenés

Existe un anexo, pocas veces mencionado, a la ley del ex. En la mayoría de los casos, cuando esta ley opera, el involucrado suele ser alguien que se fue de tu equipo por la puerta de atrás. Un jugador declarado prescindible, a quien no le renovaron su contrato o que fue transferido a un club de menor jerarquía. En algunos casos, se trata de alguien que hasta fue ninguneado y condenado a la irrelevancia absoluta en la historia de tu club.

Y entonces, al mismo tiempo que nos ofuscamos por la “ingratitud” de habernos marcado un gol, declaramos a viva voz: “¿Justo este muerto nos mete un gol? ¡Cuando jugaba para nosotros no le metía uno ni al arcoíris!”.

Lo cierto es que, detrás de nuestros arrebatados intentos por minimizar los méritos del protagonista, existe una dolorosa sensación de culpa y frustración que nos cuesta digerir: si lo hubiésemos cuidado más, hoy no estaría amargándonos el día.

Y esto es algo con lo que muchos nos podemos identificar más allá de lo que sucede dentro del campo de juego.

Muchas veces, en la búsqueda de algo que consideramos que nos hará más felices o que nos servirá más, perdemos de vista lo que tenemos, y terminamos descuidándolo. Sobran los casos de quien, en la búsqueda de éxito profesional o económico, descuida su salud o su familia. También podemos pensar rápidamente en quienes, por buscar atajos, terminan descuidando una reputación construida laboriosamente a lo largo de los años. El mundo está lleno de estos ejemplos y casi todos podemos identificarnos con alguno de ellos.

La ley del ex, entonces, nos enseña a no descuidar lo que tenemos en busca de otra cosa porque, por lo general, el tiro nos termina saliendo por la culata. Nos terminan metiendo un gol en nuestro propio arco.

El paisano y el alemán

Los alemanes tienen fama de ser personas muy productivas y laboriosas. Mientras que los habitantes del norte de la Argentina tienen fama de lo contrario, en buena medida, por su costumbre de dormir la siesta de forma cotidiana. En ningún caso es bueno generalizar y, mucho menos, estigmatizar a nadie. Pero es cierto que los estereotipos nos dan pie a crear historias y bromas que nos dejan enseñanzas y nos permiten pasar un buen rato.

Existe un chiste, que se le atribuye al humorista argentino Luis Landriscina, que grafica con mucha claridad la sabiduría escondida en la ley del ex:

Dicen que un alemán paseaba por el Norte Argentino cuando, de repente, ve a un paisano acostado bajo la sombra de un algarrobo. Desperdigadas, aquí y allá, sus cabras, algunos carneros y sus crías…

Mira —le dice el alemán— con todas esas cabras, ¡la plata que podrías hacer! Sacando la leche, fabricando queso y vendiendo al por mayor.

¿Y para qué? —contesta el paisano.

¡Para acumular capital!

¿Y para qué quiero acumular capital? —pregunta el paisano.

¡Con ello podrás comprar máquinas y levantar instalaciones industriales!

¿Y para qué quiero todo eso?

¡Hombre, con eso ganarás un dineral y pronto podrás abrir sucursales por todos los pueblos cercanos!

¿Y para qué? —sigue el paisano.

Casi sin poder dar crédito a lo que considera un grado inmenso de insensatez de su interlocutor, el alemán se arma de paciencia y lo ilustra: “Pues, con una empresa grande, con muchas sucursales, tendrás ingresos de dinero por muchas partes, ¡y así te harás millonario!”

¿Y para qué quiero ser millonario? —se obstina el paisano.

¡Para descansar! Cuando llegues a ser millonario, ya no tendrás que hacer nada. Tendrás muchos empleados que trabajarán para ti, y podrás dedicarte solamente a descansar… ¡A descansar, tranquilo! —se entusiasma el alemán.

Y contesta el paisano: “¿Y qué creés que estoy haciendo ahora?”

Este chiste, más que un chiste, es un planteo filosófico que nos recuerda que, muchas veces, eso que tanto anhelamos ya está en nuestra vida. No se trata de no plantearnos objetivos e ir por ellos, sino de preguntarnos con gran honestidad, para qué deseamos conseguirlos.

El éxito, tome la forma que tome, es un concepto muy subjetivo. Difícilmente podamos identificar hitos definitivos que den cuenta de que somos personas exitosas. Porque, para cada uno de nosotros, el éxito es algo diferente.

Cuando perdemos de vista las razones por las que aspiramos a lo que aspiramos, corremos el riesgo de bailar al ritmo de la presión social, de lo que culturalmente parecerían ser los estándares aceptados del éxito. Y, en algún caso, esos estándares también serán los nuestros. Pero en muchos otros, no.

Si observamos con atención, podremos ver que mucho de lo que buscamos con tantos objetivos, metas y logros, no es más que una validación externa e innecesaria. Y, en esa búsqueda, cada tanto la vida nos mete un gol en nuestro propio arco, como el ex que nos arruina el día y lo celebra en nuestra cara.

Si sólo lo hubiésemos cuidado más.

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