Domingo. Después de una semana de negociaciones con tu pareja y unas cuantas “matrimillas” en tu pasivo, llegás a la cancha hecho una pelota de nervios y expectativas. Es que tu equipo necesita ganar sí o sí para seguir con vida en el campeonato.
El estadio entero es una caldera, colmado de miles de almas que, como vos, hace una semana que no duermen esperando este partido, imaginando que los jugadores estarán listos para salir a demoler a su rival, como poseídos por el mismísimo demonio.
Sin embargo, tan pronto como el árbitro da inicio al juego, algo parece no coincidir con la magnitud del evento. Tu equipo no es ni una sombra de lo que esperabas: los jugadores se arrastran con apatía, con una tranquilidad tan exasperante que empieza a tomar ribetes de desidia. Pases hacia atrás, tomándose todo el tiempo del mundo hasta para hacer un lateral, ningún tipo de apuro por marcar el primer gol.
“¿Pero qué les pasa a estos tipos?” te preguntás en estado de shock. “¿Acaso no saben lo que nos estamos jugando?” (sí, “nos” estamos jugando, en primera persona… porque tu orgullo, tu ilusión y tu autoestima también están en juego durante esos 90 minutos).
Hasta el mismísimo director técnico de tu equipo parece transitar un letargo similar. Pocas palabras, aún menos indicaciones, una que otra conversación con su asistente mientras se tapa la boca con la mano para que las cámaras de TV no capten sus palabras. Un espectáculo verdaderamente desconcertante.
Y así transcurren los minutos. Termina un primer tiempo en el que no sucede nada de nada. Transcurren los primeros 15 minutos del complemento y nada. El DT, el supuesto líder en quien depositaste tus esperanzas, parece no haberse enterado de que se está por quedar afuera del campeonato y que su puesto de trabajo pende de un hilo. Pasan 20 minutos y recién ahí se digna a mirar a los jugadores que están realizando la entrada en calor. “Están bien, gracias por preguntar” sólo le falta responder.
Sólo cuando restan 15 minutos para el pitazo final, llegan los cambios. Sale el apático mediocampista que reptó por la cancha durante todo el partido para dejar el lugar a su suplente, que ocupa la misma posición. Puesto por puesto, la jugada menos arriesgada del fútbol.
Tu desconcierto, y el de tantos otros hinchas, es total.
¡Dale, que se acaba el tiempo!
Recién cuando quedan 10 minutos, parece que algo se comienza a activar. El entrenador de tu equipo despierta, como la Bella Durmiente, de su sueño de 100 años, y se da cuenta de que se la pasó impávido como un espectador de lujo del partido más importante del año. Y, en ese momento, reacciona: empiezan los gritos y los gestos ampulosos. Vuelve a mirar al banco de suplentes y decide poner toda la carne al asador: salen dos defensores e ingresan dos delanteros. El equipo queda más expuesto que el personal sanitario durante la pandemia de la COVID-19, pero no importa. No queda otra alternativa que buscar el triunfo.
Los jugadores, por su parte, parecen haberse contagiado. Mágicamente, comienzan a correr, luchan cada pelota como si fuera la última, con la cabeza si hace falta. Revolean pelotazos al área rival esperando un cabezazo salvador, y juegan como si su vida dependiera de eso.
“¡Ahora se acuerdan de correr!” bufás al aire, mientras buscás la complicidad del señor que está a tu lado siguiendo por la radio el partido del otro equipo con chances de avanzar a la próxima fase del torneo.
¿El resultado del partido?
Bueno, dependerá de los designios de los dioses del fútbol. Algunas veces estarán del lado de tu equipo y en esos últimos minutos sucederá el milagro, el gol salvador que postergará las vacaciones de los futbolistas y le conservará el empleo al entrenador.
Pero muchas otras, tendrán otros planes. Los últimos 10 minutos y el tiempo de descuento no serán suficientes para compensar lo que no se hizo durante el resto del partido.
Pero, en cualquier caso… ¿hacía falta pasar por eso? La respuesta es obvia y categórica: no.
La urgencia final
La situación que acabo de describir es tan frecuente como patética. ¿Por qué los jugadores se acuerdan de darlo todo sólo cuando restan unos pocos minutos? Por la misma razón por la que quienes no jugamos al fútbol, a veces, también lo hacemos en otros ámbitos. Estudiar para un examen el día anterior, abordar un proyecto profesional a poco de su fecha de vencimiento, cuidar nuestra salud sólo cuando nuestro médico nos alerta de que ya no tenemos otra alternativa. ¿Te resulta familiar?
Seguramente, hayas oído esta palabra: procrastinación. Se trata, ni más ni menos, que del hábito de retrasar actividades o situaciones que deben atenderse, sustituyéndolas por otras situaciones más irrelevantes o agradables.
La procrastinación es un mal extendido por todo el planeta, en buena medida, por las dificultades que experimentamos las personas para focalizar nuestra atención por un período relativamente prolongado. De hecho, mientras que los seres humanos somos capaces de enfocarnos en durante 8,25 segundos en promedio, un pez dorado puede hacerlo durante 9 segundos. ¡Gracias por su legado, redes sociales!
Pero una de las principales razones por las que postergamos lo importante tiene que ver con otra cosa: el miedo al fracaso. Tememos a las posibles consecuencias de que las cosas no salgan como esperamos y, por lo tanto, postergamos hacer lo que debemos.
Pero, como en el partido que necesitás ganar para tener chances de conquistar el campeonato, postergar lo que necesitás hacer no solo no te evita la posibilidad de fracaso… ¡la acrecienta! Cuando dejás todo para el final, no solo tenés la presión de exhibir un buen desempeño, también tenés que lidiar con la presión de hacerlo en tiempo récord. ¿Cuál de las dos situaciones te parece más desafiante? Por eso, la abuela decía “no dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”.
La receta de Elon Musk
Recientemente, leí la biografía de Elon Musk, el empresario sudafricano detrás de empresas que están cambiando por completo la existencia humana en la Tierra y fuera de ella, como Tesla y SpaceX.
Como todo caso de alguien que está adelantado a su tiempo, Elon Musk juega a un juego algo diferente al del resto de los mortales. Mientras que nosotros llevamos adelante nuestros nobles y dignos trabajos, él está proyectando la colonización de Marte o cambiando de raíz la matriz energética de nuestro planeta. Esto no lo hace, necesariamente, mejor que nosotros pero, para lograrlo, necesita de otras habilidades, de las que podemos aprender. Y una de ellas es su exorbitante sentido de la urgencia.
Parece razonable tener un gran apremio cuando el objetivo de tu vida es colonizar Marte y ya pasaste los 50 años de edad. Pero lo interesante es que el poder plantearse objetivos tan ambiciosos es la consecuencia, no la causa de origen, de ese sentido de urgencia. Que Elon Muk se encuentre en tal posición se debe a que, a lo largo de su vida, logró tantas cosas que hoy cuenta con los medios y los conocimientos para proyectar la expansión interplanetaria de nuestra especie.
Y, aun con objetivos más modestos, nosotros podemos hacer lo mismo y así evitar la paradoja del tiempo de descuento, esa inexplicable tendencia a ponernos en movimiento solo cuando el reloj nos está asfixiando.
Vencer a la paradoja del tiempo de descuento requiere de dos abordajes complementarios:
El abordaje emocional:
¿Por qué razón debería apurarme a hacer algo, si aún tengo tiempo disponible? Bueno, ya charlamos sobre el estrés que sentimos al ver que el tiempo se nos acaba. Sin embargo, la mejor manera de dejar de postergar lo importante es conectarnos con el costo que tendrá para nosotros no haber alcanzado nuestras metas. ¿Qué pasaría si reprobás ese examen? Tal vez tu graduación se postergue más de lo conveniente (si algún día se concreta). ¿Qué pasaría si no entregás a tiempo ese trabajo? Quizás el cliente elija otro a proveedor. ¿Qué pasaría si no empezás a cuidar tu salud cuando todavía no es urgente hacerlo? Quizás sufras alguna afección irreversible.
No me malinterpretes. No estoy proponiéndote que vayas por la vida con una mirada apocalíptica. Pero muchas personas postergan lo importante porque no se detienen ni cinco segundos a pensar en las consecuencias de su accionar. Si fueran conscientes del precio que conlleva que las cosas salgan mal, seguramente las encararían con otra actitud y otra celeridad.
El abordaje operativo:
El abordaje operativo tiene que ver con desarrollar un plan para hacer que las cosas pasen. Sin una hoja de ruta clara, en el mejor de los casos tendrás una buena intención. Si no sabés cómo hacerlo, descargá este recurso 100% gratuito que ofrezco a mis suscriptores.
Establecer un plan significa identificar cuál es tu destino final y determinar, hacia atrás, todos los pasos y los plazos necesarios para su cumplimiento. Es posible que tengas que ser flexible y ajustar algunos de ellos sobre la marcha, como cuando el equipo rival te mete un gol y te obliga a anotar dos veces. Pero contemplar esta posibilidad también forma parte de tu planificación.
Entonces, para empezar a cumplir tus objetivos, evitá por todos los medios caer en la paradoja del tiempo de descuento. Ponete en movimiento tan pronto como puedas que vas a tener muchas más chances de ganar el partido.