Extracto del libro Jaque al impostor, vencé al enemigo interior y (re)lanzá tu carrera.
Existe en psicología un fenómeno que se conoce como síndrome del impostor, por el cual la persona que lo padece es incapaz de reconocerse ningún mérito o logro por temor a ser descubierta como un fraude.
Cuando alguien que experimenta este síndrome, en efecto, acierta, se convence a sí mismo de que las pruebas de su éxito se explican a través de la suerte, la casualidad o la capacidad de convencer a los otros de que es mejor de lo que realmente es… solo por un tiempo. Y hasta que el momento de su desenmascaramiento llegue, vivirá en un estado de tensión y ansiedad no muy diferente al de un condenado que aguarda el dictado de su sentencia.
Si te resuena, sabrás que esto no es gratis, algo así no pasa por nuestra vida sin tener una consecuencia bien tangible. O, en realidad, dos consecuencias:
La primera es no desarrollar un vínculo genuino con el mundo. Sí, interactuamos con colegas, conocidos, amigos, profesores, vecinos, y con todos ellos lo hacemos de un modo vago y superficial. Nos privamos de mostrarnos de un modo más genuino y auténtico y, al hacerlo, les negamos a ellos la oportunidad de conocernos. ¿Cuántas veces nos habrán dicho que la primera vez que nos vieron les caímos pésimo? Para luego agregar: «Qué suerte que nos volvimos a cruzar y charlamos un poco más, porque, si no, nos hubiésemos perdido de esta oportunidad de conocernos mejor» ¡Qué desperdicio!
La segunda, y tal vez la más dolorosa, es la condena a ser siempre un impostor; alguien que, si acierta, lo hará por obra de la casualidad, la suerte o el Espíritu Santo, pero nunca por sus propios méritos. Porque nosotros sabemos que, en realidad, estamos llenos de defectos y que no somos ni la sombra de esos modelos de éxito que vemos dando vueltas por ahí.
¿De dónde nace este personaje?
Según The School of Life, el síndrome del impostor surge de una apreciación sesgada de los demás más que de nosotros mismos. No es que rechacemos la idea de tener fallas o áreas de mejora, sino que perdemos de vista cuantas fallas tienen también los otros, en especial esas personas con quienes solemos compararnos. Guiados por las historias de éxito que nos cuentan las redes sociales y los medios tradicionales, y por la versión en extremo editada que todos proyectamos de nuestras vidas, terminamos construyendo una imagen irreal de los demás. Una imagen que difícilmente podríamos igualar.
Sin dudas, nuestra vida sería más simple si aceptáramos que las personas tenemos diferentes cualidades y que la comparación con los demás no conduce a ninguna parte. ¿Pero por qué nos cuesta tanto hacerlo?
La razón es que vivimos en un mundo que parece ensalzar algunas de esas cualidades y despreciar otras (aparentemente, ser gerente “vale más” que ser amable, tener dinero “vale más” que tener preguntas, etc). Y si juzgamos que en el reparto nos tocaron las del segundo grupo, nuestra mirada de la vida se tiñe, en el mejor de los casos, de un color gris rata. Y así, a fin de encajar, terminamos sesgando nuestras conversaciones tratando de destacar esas habilidades y características más apreciadas por la sociedad. Y mostramos una versión sumamente editada de nuestras vidas.
Justo en este punto, entonces, podemos encontrar la causa del problema: mientras que a nosotros mismos nos conocemos por dentro, con todas nuestras miserias, fracasos y dolores, a los demás los conocemos únicamente por fuera, desde la versión cinematográfica que han elegido o podido comunicarnos. No podemos ver sus temores, sus ansiedades, sus dudas, que también los tienen. Y, ante esto, solo nos queda una respuesta sensata: idealizarlos a ellos y acomplejarnos nosotros.
Amigate con tu impostor
Uno de los pasos para desarrollar una relación más sana con el impostor es reconocer que no solo está en mí, sino también en los demás. Se trata de dar un salto de fe que nos permita asumir que, aunque no podamos verlas por dentro, las vidas de los otros funcionan de un modo más o menos parecido a la nuestra. Michel de Montaigne, el filósofo francés, escribió una vez: «Cagan los reyes y los filósofos, y también las damas». Y esto no se aplica tan solo a las funciones biológicas, sino también a los desafíos psicológicos. Se trata, disculpándome por lo ordinario de la cita, de aprender a humanizar al mundo y darnos cuenta de que, en alguna medida y con los matices que nos distinguen, todos somos iguales.
Todos lidiamos con dolores y fracasos. Todos tenemos temores. Todos nos sentimos inseguros en algún ámbito. Todos tenemos conductas y gustos incoherentes. Y todos creemos que el césped es más verde en el jardín del vecino. Porque no consideramos la posibilidad de que, aunque su césped se vea más verde, tal vez por dentro su casa esté llena de cucarachas. Solo podemos ver las apariencias externas, las mismas que ellos ven de nosotros. Y hacer de ellas una generalización nos coloca, casi siempre, en una posición de incompletud y fraude.
La otra manera es reconocer que el impostor tiene, en realidad, buenas intenciones. Cuando nos comparamos con los demás, en el fondo, lo que estamos buscando es desarrollarnos todo lo que nos sea posible. «Si otro pudo alcanzar esto o aquello, seguro que yo también podría lograrlo», nos decimos. En lo profundo, hay cierta nobleza en sentirse un impostor: es ese motor que nos impulsa a superarnos y crecer cada día más.
El problema es que desarrollamos una relación malsana con ese personaje que intenta expandir nuestros límites. En vez de sentirnos alentados por un mentor exigente pero compasivo, nos sentimos basureados por un tirano codicioso e insaciable. Se trata, de alguna manera, de un problema comunicacional. El impostor quiere que crezcamos, que aprendamos y que demos un poco más, pero no sabe ofrecernos ni la más mínima muestra de aprecio por los avances que vamos logrando. El impostor es, al final de cuentas, un pobre tipo (o muchacha) lleno de temores que no sabe cuánto es suficiente para así detenerse y celebrar lo alcanzado.
Desde esta óptica, el impostor es más digno de pena que de rechazo. ¿Cómo sería, entonces, observarlo con algo más de compasión? ¿Cómo sería, cuando nos grita que nada es suficiente, mirarlo con ternura y decirle «gracias, sé que me estás tratando de ayudar y que tus intenciones son buenas, pero esta vez prefiero detenerme acá»? Probablemente, lograríamos acallarlo por un rato y, en el proceso, empezaríamos a sentirnos más dignos de nuestros logros y más orgullosos de quienes somos.